Casasola

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Rubiela Orozco sabe cuando alguien va tocar la puerta de su casa por el simple hecho de que siempre está vigilante; a la espera de que algo, o alguien, la despierte de su marasmo. Cuando sucede, cuando alguien por fin abre la ruidosa reja del primer piso y se encamina por las estrechas escalas que dan a su puerta, ella se levanta de su sillón y corre a la cocina como si hubiese sido descubierta cometiendo un delito. Luego se da media vuelta y, cuando oye el timbre, camina despacio hasta la ventana, la abre de un sopetón y con huraño semblante pregunta: “¿A quién necesita?”.

La soledad de la casa de Jorge Ochoa y Rubiela Orozco no tiene nada que ver con el silencio. Es una soledad ruidosa y sofocante. Es una casa sin vecindad en medio del barullo de tres centros comerciales, una vía principal y el trepidante avance de las unidades residenciales Nuevo Naranjal.

Ella, esposa de Jorge, es trigueña, de cabello canoso, rostro redondo y ojos inquisidores. Ha vivido sin vecinos desde hace más de veinticinco años; y pasa la mayor parte del tiempo sola, pues Jorge trabaja como camionero y en ciertas ocasiones se aleja del hogar por uno o dos meses. Cercanos ambos a los 60 años, Jorge y Rubiela no se imaginaban, en los albores de su tierno enamoramiento, que la escasa comunidad a la que pertenecían se iba a disolver súbitamente para darles paso a dos palacios del consumo y el entretenimiento. La casa, ubicada sobre la 65, entre San Juan y la quebrada La Hueso, hacía parte de una hilera de hogares que Tejicóndor mandó construir en 1939, junto a la fábrica principal. Pero, luego de que a mediados de los ochenta muchas de las viviendas fueran vendidas o abandonadas, en 1995 la textilera le cedió los terrenos a Makro y desapareció, junto con la pequeña comunidad de empleados que vivían bajo su alero. Solo la casa de Jorge y Rubiela quedó en pie.

Debido a su ubicación, el gigante de las ventas al por mayor no se vio en la necesidad de comprarla, pues en los planos no estorbaba. Tampoco hizo falta comprarla cuando se pusieron los cimientos de otro gran almacén, Constructor, y entonces, sentenciada al desdeño, la vieja casa de Bernardo López, el hogar prestado de Jorge y Rubiela, se convirtió en una anomalía en los planos de la ciudad y para los taxistas.

Jorge y Rubiela se conocieron en los primeros años de los ochenta del siglo XX. Él era taxista y ella modista. Jorge era buen mozo: alto, flaco, cabello bien peinado y un bigote al estilo de los grandes boleristas antillanos. Ella era “una negra hermosa y brava”. Altanera, pero de aspiraciones sensatas. “Yo solo quiero que me prometa que me va dar casa dónde vivir y que la nevera nunca va estar vacía”, le exigió a Jorge en el albor de su amorío. Jorge no tenía en qué caerse muerto, pero aceptó las condiciones de Rubiela porque estaba convencido de que en Medellín cualquier sueño era posible.

“Uno con un clima de veinte grados, con viento todo el santo día y con trabajo a disposición. Uno en la mejor ciudad del país. Imagínese, así se ilusiona cualquiera”, cuenta Jorge, quien en esos tiempos todavía vivía con sus padres, en San Javier, rodeado de vecinos, amigos y familiares. Bernardo López, un generoso tío suyo y dueño de una empresa de taxis, no solo le dio trabajo sino que le abrió la puerta de su casa de Tejicóndor a la joven pareja.

El matrimonio salió adelante y la vida prometía ser, al menos, muy tranquila para los enamorados. Tenían casa, trabajos y cada fin de semana subían al estadio para ver fútbol aficionado en las mañanas y, en las tardes, al Atlético Nacional. Jorge aprovechaba cada momento junto a su esposa, pues sus viajes eran frecuentes y largos. Muy pronto Rubiela quedó en embarazo, de modo que sus primeros años como madre los pasó sola o en compañía de sus hermanas. Tuvieron dos hijos: Julieth y Juan David.

Entonces, la vecindad comenzó a esfumarse. Rubiela no se dio cuenta de la deserción hasta que sus hijos crecieron y le dejaron más libertad. Era 1994 y ya habían asesinado a Andrés Escobar, una tragedia apenas comparable, según Rubiela, con la noticia que meses después leyó en El Colombiano: “Tejicóndor vende sus terrenos a Makro”.

Un día se sentó en el balcón para descansar y se asombró al ver que la casa de doña Rosa estaba vacía. Pero fue mayor su sorpresa cuando al siguiente fin de semana la estaban derrumbando. Salió a la calle para preguntar qué pasaba y le contaron que la fábrica tenía pensado vender los terrenos. “Y entonces qué va pasar con nosotros”, preguntó angustiada, pero apenas recibió un gesto como respuesta. Su marido estaba viajando a Guainía y volvería en dos semanas.

“Me dolió mucho saberlo porque a nosotros nadie nos había dicho nada. Es más, nunca nos tocaron la puerta para avisarnos. Éramos, y aún somos, un cero a la izquierda”, expresa con melancolía Rubiela, quien con sus hijos estudiando y su esposo viajando, vio cómo su vida comenzaba a marchitarse poco a poco.

Cierto día, la señora comenzó a asomarse a la ventana o al diminuto balcón de su hogar y solo veía presurosos transeúntes, o carros y motos a toda velocidad. Lo más extraño era que quienes pasaban frente a la casa no se percataban de su existencia y seguían de largo como si fuera invisible. Rubiela le jalaba las orejas a un pequeño perro que tenía para obligarlo a ladrar y así llamar la atención de los caminantes, pero nadie levantaba la vista. Cuando su hija y su esposo volvían por las noches, Rubiela guardaba silencio sobre su creciente soledad, hasta que no pudo más y, durante una cena, les dijo: “Creo que nos estamos evaporando. Ya no conocemos a nadie. Ya nadie nos conoce”. Tras escucharla, Julieth soltó una carcajada y la llamó exagerada. Jorge no dijo nada, tragó saliva y continúo comiendo. En la intimidad de la habitación matrimonial, Jorge le dijo a Rubiela: “Mija, le voy a dejar una plata para que salga, para que vaya a Makro o al Centro a juniniar”.

No pueden vender la casa, pues todavía le pertenece a Bernardo López y, además, “¿para dónde nos iríamos?”, se pregunta Jorge Ochoa, víctima de una bala perdida que le dio justo en la pierna izquierda en agosto de 2013. Iba rumbo a Quibdó, Chocó, manejando un poderoso camión cargado de electrodomésticos. En el camino se topó con un enfrentamiento entre la guerrilla del ELN y el Ejército, y aunque paró para resguardarse no pudo evitar el impacto de un proyectil de AK-47. Al menos conservó la vida, pero desde ese día Jorge Ochoa camina rengo, y por eso ya no le gusta escuchar Pedro Navaja, porque perdió “el tumbao que tienen los guapos al caminar”.

La casa de los Ochoa Orozco tiene dos pisos, un balcón, una terraza y un garaje. En la planta baja vive Juan David con su esposa Pilar y su pequeño hijo Juan Miguel. En el segundo piso viven Jorge, Rubiela y Julieth. Se trata de una casa de al menos setenta años, aunque no los aparenta.

Muy pocos se percatan de su existencia, y si se le pregunta a algún taxista, este estará dispuesto a jurar sobre una biblia que a ese lado de la 65 no habita nadie. Los Ochoa Orozco, habitantes silenciosos de la vivienda, se han visto en constantes aprietos a la hora de pedir taxis o domicilios.

Pero la prueba de tolerancia más exigente es tener que soportar a los conductores de camiones y taxis que, en la madrugada, paran a hacer sus necesidades en el costado derecho de la casa; o a los borrachos que se orinan en la parte trasera antes de continuar con sus hipos.

No hay mucho que ver por las ventanas. En frente, Corantioquia y el futuro comunitario expresado en el plan parcial Nuevo Naranjal, una serie de gigantescos edificios que se empinan ladrillo a ladrillo como queriendo ocultar el poniente para siempre. Detrás, los centros comerciales, bodegas y amplios parqueaderos. Al costado derecho un pequeño y descuidado sembrado de pencas y matas de monte, y un par de eucaliptos que le dan sombra a la ciclorruta. A la izquierda, el ingreso vehicular a los centros comerciales. Excepto el frente, todos los muros de la casa están dibujados con grafitis: un Gregorio Samsa transformado en escarabajo en el muro trasero; la palabra fire y los rostros desaliñados de varios seres extraterrestres en la pared izquierda; y un ser ancestral y mitológico de piel azul y cráneo volcánico en la pared derecha, acompañado por una familia de sonrientes zorros esquizofrénicos.

A Jorge poco le importa no tener vecinos, pues como camionero está acostumbrado a la soledad. Pero Rubiela no es capaz de disimular las ganas de vivir en un barrio, tener vecinas con quienes hablar de la familia, de los logros de los hijos, de los quehaceres del hogar, de las ilusiones por perder.

Jorge es de carácter fuerte. Habla poco y regaña mucho. Le gusta su casa, pero le preocupa su esposa. Le dice que salga más, que visite a sus hermanas, pero ella no le hace caso. Se queda sola todo el día, acariciando su pequeño perro de pelos grises y negros. Sus contertulias no son otras que las protagonistas de las empalagosas novelas de RCN y Caracol, o las voces que resuenan desinteresadas en la radio. A veces cree que suena el teléfono y corre a contestarlo esperando que sea doña Rosa, para invitarla a un café, pero su ilusión se diluye cuando no escucha a nadie al otro lado de la bocina. Rubiela necesita saber que existe, con urgencia, porque de “de qué vale sentir que uno está vivo si no hay nadie cerca para confirmarlo”.

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Texto: Mauricio López. Fotografías: Juan Fernando Ospina

Tomado de Universo Centro